EDITORIAL
Dra. Soledad Guerra
Psicogerontóloga
El declive de funciones asociado a la vejez genera cambios en la dinámica relacional de la persona adulta mayor con su entorno y principalmente con su familia; son muy comunes los cambios de roles como por ejemplo, ya no ser quien decide, cambios en el manejo del la información y la comunicación, ya no son partícipes de todas las experiencias de la familia y en algunos casos ni siquiera se les comunica sobre su estado de salud.
Casi sin darse cuenta, a medida que una persona adulta mayor cumple años, se vuelve de alguna manera “normal” que alguien esté a su cuidado.
Si buscamos la definición de “cuidado” o “cuidar” en el diccionario, o si bien le preguntamos a otra persona, la respuesta de seguro tendría los siguientes componentes: Ocuparse del otro, estar pendiente de sus necesidades y esperar que esté BIEN. Tomando en cuenta estos componentes el cuidado se convierte en una entrega activa de vida para que a la otra persona no le falte nada.
¿Pero a qué nos referimos con una entrega activa de vida?
Psíquicamente o psicológicamente de manera innata las personas poseemos funciones de acción y de protección. Las primeras nos permiten interactuar con el entorno, decidir, y como bien sugiere su nombre, actuar. Mientras que, por otro lado, las funciones de protección están ligadas al cuidado, a la nutrición, contención, a la entrega y a la preocupación por uno mismo y los demás.
Cuando algunos de nuestros seres queridos o allegados se encuentran afectados por alguna situación, estas funciones se activan de manera automática, con el objetivo de preservar el lazo y la relación afectiva que tenemos con esta persona mientras lo necesite. Sin embargo, estas funciones empiezan a desequilibrarse cuando el cuidado se prolonga en el tiempo y además le sumamos un diagnóstico tan complejo de entender como el Alzheimer.
La mayoría de cuidadores informales se preguntan ¿cuánto tiempo más la persona adulta mayor necesitará de mí?, ¿seré suficiente? E inicia el proceso físico y psíquico al que conocemos como sobrecarga, puesto que la consigna “que no le falte nada” se convierte en un gran mandato emocional en el que la persona que cuida tiene que dar todo de sí para garantizar el bienestar del otro. No es de sorprenderse que muchos cuidadores presenten dolores físicos (de espalda, rodillas, cabeza e incluso problemas del sueño) y dolores emocionales (tristeza, rabia, frustración, impotencia), todo devenido de la gran sensación de NO ESTOY DÁNDOLE LO SUFICIENTE.
Esto se identifica claramente en frases como:
“He leído todo sobre el Alzheimer, guías, libros, testimonios y aun siento que no sé cómo ayudar a mi familiar”
“Me aterra que le pase algo cuando yo no esté”
“Sólo le gusta estar conmigo porque yo le entiendo”
“Estoy cansado/a porque nadie se involucra”
Es claro que la función de acción y de protección se han trasladado hacia la otra persona, se ha cambiado el “yo” por “él o ella”.
En este punto es importante entender que para la persona adulta mayor o con diagnóstico de Alzheimer y otras patologías, las personas que lo cuidan están haciendo lo necesario, lo suficiente, ya que, en cada palabra, cada acción, se está demostrando el amor. La mejor forma de cuidar es partiendo desde el equilibrio, el desahogo, y la comprensión de las limitaciones propias, puesto que así, no entregamos nuestra vida al otro, sino que nos acompañamos en este camino llamado VIDA.